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Los abuelitos deberían de ser inmortales


Era una madrugada de jueves, cuando su corazón latió por última vez. Quedó guardado el suspiro de lo que le faltaba por vivir y, en sólo siete segundos, lo que su memoria de elefante guardaba. Vio pasar su vida en una película. Sus ojos claros se cerraron para conciliar el sueño eterno. Un infarto acabo con su vida después de la exitosa cirugía. Fue una pesadilla: el llanto de Eva y un grito de horror al ver que su padre se desvanecía; sus súplicas a los médicos para reanimarlo no sirvieron de nada: él se había ido de este mundo material.


No fue hasta la tarde del jueves que mi mamá me llamó para decirme que olvidó sus llaves, y me apresuré para llegar a casa. Cuando llegué, un aire frío y vació se respiraba. Los ojos tristes de mi madre reflejaban que las cosas no andaban bien, y de golpe soltó la noticia triste: “Murió. Tu abuelo falleció en la madrugada”. Mis ojos se cristalizaron y los recuerdos comenzaron a dar vueltas en mi cabeza. Las lágrimas recorrían mis mejillas y arruinaban el maquillaje. Me quedé sin aire por varios instantes, porque no podía asimilar la noticia. Era imposible.


Era tarde-noche. La gente llegaba al domicilio para darle el adiós y el pésame a la familia. No podía mirar a las visitas porque, inmediatamente, se me hacia un nudo en la garganta. Del velorio ni hablar, había más de un centenar de personas esperando ver el féretro para darle una bendición y dar un abrazo de consuelo. Pero no faltó la gente aprovechada para lucrar con la muerte de un ser querido. Los vasos de café y charolas de pan no faltaron. Las coronas de flores y ramos daban más tristeza que alegría al momento. Las fuertes lluvias pasaron desapercibidas.


Los silencios, que parecían interminables, eran interrumpidos por los sollozos silenciosos, los murmuros y oraciones de los asistentes. El velorio más triste. Era una rara mezcla de tristeza y recuerdos, pues al fondo se escuchaban canciones norteñas como “Flor de capomo”.


Su última voluntad fue que bebiéramos whisky para brindar por la vida y los recuerdos. Recordar que somos temporales y estamos destinados a ser polvo, que no podemos ir por la vida desperdiciando el tiempo que tenemos contado.


Los mariachis amenizaron su salida a camposanto, su nueva morada. Antes de echar el primer puño de tierra, una jovencita que le hizo una promesa a su abuelo y no la pudo cumplir, sólo le quedó cantar a capela “El rey” de José Alfredo Jiménez. En un instante la gente rompió en llanto.


Los tres días más difíciles de mi vida. Mi familia se desmoronó. Ver cómo mi padre se hacía el que no sufría me deshizo el corazón, porque, en el fondo, sabía que no habría más domingos de pulque ni más consejos. Nunca volvería ese tiempo y sólo quedó congelado en la memoria.


Veo a mis dos abuelos que aún viven y pienso en que deberían vivir más, porque son valientes ante las complicaciones de la vida y se adaptan al tiempo que nos consume con rapidez. Son inmortales, porque viven en las pequeñas muestras de afecto; porque gracias a ellos existimos. Debemos estar agradecidos.



Brenda Saucedo Aranda

Universidad Autónoma de Tlaxcala

b.saucedoaranda@hotmail.com


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